domingo

49.

A él le gustaba salir a la calle a pasear por los rincones de Madrid, porque cada día descubría que había una nueva flor que aún nadie había arrancado. Le gustaba mirar a las señoras que vagaban solas con sus abrigos de piel y sus bolsos de marca, con esa piel estirada, y se preguntaba qué las llevaba a ser tan artificiales. Le gustaba mirar a los niños corriendo por las aceras, ajenos al ruido de la sociedad, pendientes tan solo de no perder el balón. Los veía riendo, felices. Le gustaba mirar a los ancianos solitarios de rostros amigables que dan de comer a las palomas sentados en un banco, seguramente deseando que alguien se siente a su lado a hablar con ellos. Y también le gustaba mirar a todas esas personas, que simplemente eran gente atareada, con prisa por llegar a cualquier sitio, que ni siquiera levantan la vista al cielo para ver que hay cientos de pájaros volando libres allá arriba. Veía humanos por todas partes, pero casi nunca humanidad. Alguna vez encontraba personas curiosas, como él, que también miraban a todos lados para poder ver algo. Y esas son las que más le gustaban, aquellas que disfrutan simplemente con el sonido de la lluvia, aquellas a las que les preocupa que los ancianos de los bancos estén solos o que las señoras sean artificiales.
Todos ellos estaban en la misma ciudad, y aunque algunos no lo vieran, siempre había una persona que estaba admirando cada paso que dan.

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