viernes

44.

Ella, dejando huella de carmín, con ese negro desdicha cayendo sobre sus hombros. Con esa piel pálida y cálida, como los primeros rayos de la mañana, con esa mirada llena de rencor y de vida, que ni el sol es capaz de aguantar sin parecer ebrio. La profundidad de esos hoyos en sus mejillas cuando ríe, que solo puedes apreciar con sentido si la has visto llorar. Y eso no sucede nunca. Unas manos que casi acarician las teclas del piano, maltratadas por el tiempo que no pasamos juntos. Lo placentero que resulta pasear por los lunares de su cuello. Esa cintura, capaz de despreciar al sendero más intrínseco y retorcido por el que nunca pasé. Entre sus piernas entendí lo que dicen acerca de enloquecer de placer, y el que dijo aquello de la cabeza siempre alta nunca conoció su trasero. 
Lo difícil que es pillarla y lo fácil que es deshacerse cuando te susurra. Cuando lo hace casi puedes oír el sonido del muro derribándose, sentir el latido de su corazón porque te ha dejado que conozcas sus engranajes. Y eso pocos lo consiguen. 
Y lo bello que es cuando, desnuda, las siete maravillas se echan a un lado, reconociendo que ella, con su timidez y modestia, tiene la habilidad de hacer competencia a cualquier amanecer. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario