Más de mil veces pensé
-o más bien no pensé-
en llamarte
cuando iba con unas copas de más.
Tan fácil parecía devolverte a mis pesadillas,
tan fácil me resultaba regresar a tu desorden,
mi amor...
Después,
a la mañana siguiente
siempre pensaba lo mismo;
la soledad y el silencio son cosas maravillosas,
cosas que cuando una persona respira a tu lado
no puedes apreciar.
Resultaba bonito verte despertar
y dejarte amar,
era mágico verte caer rendida al ocaso
y espectacular
cada vez que tu mano se encontraba con mi mano
y luego ya no nos encontrábamos.
Pero ahora las puestas de sol
son peculiares vistas desde esta perspectiva,
las idas y venidas de las mareas
consiguen que la vida parezca insignificante,
el vaho de la ducha
me impide ver más allá de mi propio reflejo
y la rutina de esa mesa del bar que soliamos compartir
ahora está decorada con botellas de martini y vodka.
Y todo eso
me incita a pensar que siempre hay una nueva vida.
Que cuando el sol se marcha
llega la noche;
que después de una ola que rompe en las rocas
siempre llega una segunda,
y una tercera;
que el vaho del cristal
siempre se evapora y se ve la realidad;
y que lo que antes era nuestra parcela de felicidad
ahora es la de montones de personas
que van a derrochar su vida frente a una botella.
Que lo que antes era negro
ahora puede ser de un blanco inmaculado
y que lo mismo que hace un par de otoños me aterraba
ahora puede volverme loco.
Que esto es un juego de aventuras
al que nosotros no elegimos jugar,
que ya desde que entramos estamos heridos de muerte,
como una partida de póquer
donde a veces puedes ganar
y otras perderlo todo
por una mala jugada del azar.
Que nosotros somos simples peones,
nos tocará jugar miles de partidas
donde no elegiremos nuestro destino
y apreciaremos la suerte
en su máximo esplendor.
Por eso yo
prefiero jugar mi partida
a dejarme derrotar.
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