jueves

68.

Y me quedé mirándola, 
igual que un niño 
mira un dulce en un escaparate. 
La miré durante mucho tiempo 
y de muchas maneras distintas: 
la observé de lejos, 
la analicé de cerca, 
la imaginaba de día 
y la soñaba por las noches. 
Me perdía en sus hoyuelos; 
casi cabía todo mi mundo en ellos. 
Un mundo que poco a poco se desplomaba, 
como cuando empieza a llover, 
como cuando te enamoras. 
Primero despacio, 
pero muy deprisa al final, 
casi como enloqueciendo. 
Como cada vez que me perdía en su iris 
y ya no era capaz de encontrarme. 
O como cuando me hacía la dormida 
y me quedaba mirando a escondidas 
el lunar que tenía en la mejilla, 
y sentía que el muro se derribaba, 
y que me hacía feliz. 
Y que luego no era capaz de deshacerme. 
O como cuando aún sentía sus colmillos 
en la clavícula y notaba la agonía del placer 
en su máximo esplendor, 
y notaba cómo las cadenas me arrastraban 
hasta el fondo del abismo, 
perdida y sin escapatoria, 
perdida y sin rumbo. 
El delicioso deseo de querer ahogarse al fondo del precipicio, 
donde solo hay rocas y agua helada, 
aún a sabiendas de que no hay escapatoria, 
de que ya desde que entras estás atado de por vida.

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