Y me quedé mirándola,
igual que un niño
mira un dulce en un escaparate.
La miré durante mucho tiempo
y de muchas maneras distintas:
la observé de lejos,
la analicé de cerca,
la imaginaba de día
y la soñaba por las noches.
Me perdía en sus hoyuelos;
casi cabía todo mi mundo en ellos.
Un mundo que poco a poco se desplomaba,
como cuando empieza a llover,
como cuando te enamoras.
Primero despacio,
pero muy deprisa al final,
casi como enloqueciendo.
Como cada vez que me perdía en su iris
y ya no era capaz de encontrarme.
O como cuando me hacía la dormida
y me quedaba mirando a escondidas
el lunar que tenía en la mejilla,
y sentía que el muro se derribaba,
y que me hacía feliz.
Y que luego no era capaz de deshacerme.
O como cuando aún sentía sus colmillos
en la clavícula y notaba la agonía del placer
en su máximo esplendor,
y notaba cómo las cadenas me arrastraban
hasta el fondo del abismo,
perdida y sin escapatoria,
perdida y sin rumbo.
El delicioso deseo de querer ahogarse al fondo del precipicio,
donde solo hay rocas y agua helada,
aún a sabiendas de que no hay escapatoria,
de que ya desde que entras estás atado de por vida.
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